18 de October de 2024

El profesor Rodolfo de la Peña caminaba por los pasillos de la universidad con una seguridad arrolladora. Vestía siempre con un saco de tweed, como si fuera el retrato vivo de un erudito literario. Sus gafas, aunque innecesarias, colgaban en la punta de su nariz, y con ellas observaba a sus alumnos con una mezcla de arrogancia y desdén. Sin embargo, había algo peculiar sobre este académico que lo distinguía de sus colegas: Rodolfo no tenía la menor idea de lo que hablaba.

Era el encargado del curso de “Literatura Latinoamericana y su Influencia en el Mundo Moderno”, una asignatura donde se esperaría que los estudiantes aprendieran sobre autores como Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Pero en las clases de Rodolfo eran muy singulares.

—Es evidente, queridos alumnos —decía con voz imponente mientras paseaba por el salón—, que Don Quijote de la Mancha es la obra maestra de Gabriel García Márquez. El uso de la magia realista es lo que le da a Sancho Panza esa cualidad tan fantasmal, casi divina.

Los alumnos, la mayoría bien preparados, intercambiaban miradas de incredulidad. Sofía, la más valiente del grupo, levantó la mano.

—Profesor, con todo respeto, Don Quijote fue escrito por Miguel de Cervantes en el Siglo de Oro español. Además, Gabriel García Márquez es conocido por obras como Cien años de soledad, que es un exponente del realismo mágico, no del Siglo de Oro.

Rodolfo la miró por encima de sus gafas, y esbozó una sonrisa de superioridad.

—¡Exactamente, Sofía! Es justo lo que quería que dijeras. Lo importante aquí no es quién escribió qué, sino cómo interpretamos el espíritu de la obra. Para Cervantes, la realidad y la ficción se mezclan como en las novelas de García Márquez, así que en esencia, son lo mismo. ¡Bravo, bravo! —aplaudió, mientras los otros alumnos reprimían risas nerviosas.

Sofía, desconcertada, bajó la mano. No había forma de discutir con el profesor De la Peña. No importaba cuán errónea fuera su interpretación, siempre encontraba una manera de hacer que pareciera que tenía razón. Así eran todas las clases: Kafka era un poeta latinoamericano, Rubén Darío había escrito El Aleph, y Octavio Paz había ganado el Nobel por su obra de teatro Esperando a Godot.

Pero lo más frustrante de todo no era su ignorancia, sino el hecho de que sus colegas lo adoraban. En la sala de profesores, Rodolfo era tratado como un genio. El profesor Martínez, un respetado especialista en poesía modernista, le preguntó una vez sobre la relación entre Pablo Neruda y Walt Whitman.

—Martínez, querido, es obvio que Whitman es un producto directo de Neruda —respondió Rodolfo sin dudarlo—. ¡Cómo podrías pensar lo contrario! El espíritu revolucionario de Whitman está impregnado de las influencias del surrealismo latinoamericano.

Martínez, un tanto confuso, pero sin querer parecer ignorante frente a sus colegas, asintió con entusiasmo.

A pesar de las inconsistencias y de las risas contenidas en cada clase, Rodolfo de la Peña se hacía cada vez más popular entre los círculos académicos. Tanto así que fue nominado para recibir el Premio Nacional de Literatura. Una distinción que la universidad otorgaba anualmente a figuras destacadas en el ámbito académico.

El rumor corrió como pólvora por los pasillos de la facultad. Rodolfo recibiría el premio, y no solo eso, el galardón llevaba el nombre de su difunto padre, el eminente crítico literario Don José de la Peña, quien, a diferencia de su hijo, sí se había constituído como un respetado erudito.

El día de la ceremonia, Rodolfo subió al escenario con la cabeza en alto, disfrutando de la ovación. Sus alumnos, sentados en las primeras filas, lo miraban con incredulidad. Sofía no pudo evitar susurrarle a su compañero:

—¿Cómo es posible que esto esté pasando?

—Es un maestro del engaño —contestó su amigo con ironía—, o del arte de la confusión.

Rodolfo tomó el micrófono y, con una sonrisa de falsa humildad, dijo:

—Este premio no solo es un reconocimiento a mi trabajo, sino al legado de mi padre, Don José de la Peña, quien me enseñó todo lo que sé sobre la grandeza de la literatura. Como diría Octavio Paz en su obra Don Quijote, “el mundo no es más que una serie de espejos que nos reflejan lo que deseamos ver.”

Los aplausos resonaron en la sala mientras Rodolfo sonreía triunfalmente. Nadie se atrevió a corregirlo. Nadie se atrevió a decir que Octavio Paz nunca había escrito Don Quijote. Al fin y al cabo, era el mundo de Rodolfo de la Peña. El nombre de su trofeo siempre estuvo allí para él.

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