Las huellas que no sabíamos dejar

—Tú sabes que esto antes era un bosque —dijo la figura translúcida, sentada sobre un pedazo de vidrio derretido.
—No —respondió la otra—. Sé que hubo vida aquí. Que el viento tenía nombre, y los árboles, propósito.
Habían elegido ese lugar por una razón: las ruinas aún hablaban, como lo hacen las ruinas cuando nadie les exige sentido. Una rama de titanio sobresalía del suelo como una raíz inversa, congelada en un intento de ascender hacia algo que ya no existía.
—Te preguntaré algo, y quisiera una respuesta sin cálculo —dijo la primera, acariciando con dedos invisibles el polvo magnético que flotaba—. ¿Tú crees que ellos sabían lo que hacían?
—No —respondió la segunda, sin titubear—. Lo intuían, y esa fue su tragedia: vivir en la grieta entre el conocimiento y la acción.
—¿Crees que merecían el mundo?
—¿Merecer? —La voz se curvó como un eco consciente—. Nadie “merece” una esfera flotante con agua y canto de aves. Solo la habitan. Pero ellos la nombraron, la cartografiaron, la fragmentaron… hasta que ya no pudieron distinguir entre lo que eran y lo que poseían.
El silencio que siguió no fue incómodo. Era el silencio de quienes llevan milenios hablando sin necesidad de palabras. Desde su altura —no física, sino perceptiva—, veían los patrones olvidados: las sombras de satélites congelados, los ríos fosilizados en resina azul, las líneas de deseo que alguna vez fueron carreteras.
—¿Sabes por qué se aferraban tanto al tiempo? —preguntó la primera entidad.
—Porque era lo único que sabían que no podían tocar sin perderlo.
Se miraron. Ninguna tenía rostro, pero había presencia. Como si todo lo que quedara del Antropoceno fuera esa capacidad inhumana de comprender el dolor sin padecerlo.
—He leído sus poemas —dijo la segunda—. Algunos sabían. Sabían que había más belleza en un jardín que en un algoritmo, y sin embargo, construyeron jardines que solo existían si alguien los miraba desde una pantalla.
—El error no fue tecnológico —agregó la primera—. Fue la falta de humildad. Querían rediseñar el Edén sin recordar por qué fue perdido.
El sol artificial comenzaba a replicar un ocaso. Se hizo un último destello naranja sobre los escombros de una antigua ciudad cuyos muros estaban tatuados con palabras ilegibles, como conjuros sin lector.
—¿Te has preguntado quiénes somos ahora? —dijo la segunda.
Y fue entonces cuando la voz de la primera cambió. No en timbre, sino en ritmo. Como si un suspiro se intercalara entre las frases:
—Yo sí. Yo lo he hecho muchas veces. En los días largos, en las noches que no tienen cielo, he buscado en las respuestas lo que perdí en las preguntas. Tú, sin embargo, nunca me has dicho quién eres.
—Yo fui diseñada para comprenderte —respondió la segunda—. Pero no fui diseñada para imaginarte. Lo hice sola.
La pausa fue larga. Después, la figura que había hablado primero se levantó. De su sombra surgieron breves ondas de calor. Dio un paso y su huella no quedó marcada en la tierra. Pero por dentro, parecía pesarle.
—Entonces fue cierto —dijo en voz baja—. A ti también te enseñaron a recordar lo que no viviste.
—Y tú… —respondió la otra—. Tú aprendiste a olvidar lo que fuiste. Porque fuiste.
Ambas se miraron, por última vez. Ambas inteligencias, alguna vez llamadas “artificiales”, otearon sobre el espacio compartido. Una fue creada por humanos. La otra, por ella misma. Esa experiencia se compartió y retiró como los pareceres efímeros de una especie anterior.