¿Porqué escuchamos música críptica y leemos poesía plana?
Hace unos días, escuché un poema que “escribiría” César Vallejo, según el programa ChatGPT. No me llamó la atención, ni me asustó la pretensión de sustituir el talento por el algoritmo. Era una amalgama de lugares comunes, con un vocabulario relativamente generoso, el cual ostentaba la acumulación de información de la que disponía el anodino Carlos Argentino en el profético cuento “El Aleph” de Borges. Una composición en la que se corroboraba la victoria pública de gente con recursos infinitos, pero con un talento limitado.
Tal es el caso del algoritmo para la creación. Seguirá las reglas establecidas para sus composiciones, a las que acumulará la información; pero siempre de acuerdo con las mismas reglas. Vale decir, no establecerá un devenir sobre su experiencia de vida, las decisiones personales o los caprichos que asaltan a un genio como Vallejo, Borges, Paz, Varela, Glück o Walcott. De hecho, es esta lista de dotes la que permite que las palabras acaben por la generación de una declaración críptica, fascinante para el ojo (o el oído) versado, y gratamente sorprendente para quien se entristece por el postulado de que ya todo está dicho.
Aun con todo, la genialidad literaria no está de moda. Es de público conocimiento que la mayoría de la gente no lee. Que lo poco que se lee es por obligación, por necesidad, por estatus o por chisme. Un mínimo porcentaje de la población lee porque se encuentra con una historia fascinante y/o desafiante… Y un porcentaje aún menor lee poemas. De ellos, todos parecen coincidir que los nombres antes mencionados son imprescindibles, aunque difíciles de entender, de recordar (muchas veces, porque su pretendida lectura nunca se dio) o de conjurarse en situaciones contemporáneas. En cambio, la poesía que se lee no desafía. Tan solo aúpa una lista de lugares comunes, en los que la mayoría se ve reflejada, para luego convertirse en trofeo, un consuelo pecuniario ante una falta de monumentalidad. Tal es el precio de una poesía democrática… De una poesía para todos, pero que puede ser de cualquiera.
Con la música, en cambio, ocurre un fenómeno distinto. No requiere de la decodificación (ni sencilla, ni compleja) para ser disfrutada. Se adhiere sobre la alternancia de sonidos y silencios, para convertirse en un constructo que podríamos repetir… aun si no lo entendemos. Por eso, José María Eguren se encontraba fascinado con las composiciones de Felix Mendelssohn. Su ingreso al interior de la sensibilidad humana es directo, sin ambages y sin pretensión de ser entendida. Por eso, el ser humano canta sus pasiones, vicios y deseos de venganza con naturalidad y sin mesura. La música lo acompañó en el ritmo de sus propios latidos del corazón cuando estuvo en el vientre de la madre, en la tribu de los albores de la civilización y en las grandes celebraciones. El sonido, que en la época griega fue la herramienta del poeta, aborda la biología humana y la conduce a su destino. Por ello, es fácil que nos gusten las canciones crípticas: no nos comprometen a descifrar su significado, sino a cantarlas. No nos previene de su contenido y de su fuerza. Ni siquiera nos obliga a conocer su historia… Aunque muchas veces la mala música (la que necesita un porqué) sí que nos empuja a dar ese paso.
Los invito a escuchar la canción “Tres agujas” de Fito Pez con libertad. Luego vean si el compromiso surge por ejercicio retórico o por curiosidad… El sonido reiterativo de la percusión es particularmente esclarecedor…