28 de March de 2024

La problemática del arte contemporáneo o del porqué los ricos pueden ser artistas sin talento

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«Hay, a nuestro alrededor, emociones muy bellas; y en el arte, donde están las más intensas, no acepto la mediocridad. Hay arte, no arte decorativo. El arte es algo riguroso, el arte decorativo no lo es, es superficial, alborotador» Le Corbusier

La riqueza es un concepto amplio. Fue considerada como la capacidad para sobrevivir, para sumar mejores cosechas de la tierra, mayores posesiones y mayor recordación. Para esto último, tanto como para las naciones, existía un recurso: las historias. Sin nadie que recuerde lo que fuimos, podíamos contar con un poeta, un historiador, un muralista o un narrador que se motive a hablar las grandezas de su propia cultura o de su más generoso patrocinador. Sin embargo, algo ha cambiado en los últimos años.

En las últimas décadas, la riqueza se ha convertido en un asunto público. La fama (en vida y más allá de ella) se mide por la presencia de un personaje que replica el tradicional recorrido del héroe: cuenta con valores, talento y perseverancia fuera de lo común; se le presenta un desafío y lo supera luego de una (o varias) proezas. Esta cándida estructura, tan antigua como la civilización, se ha replicado (de forma merecida o no), para que los gobernantes, reformadores y héroes sean un poco más de lo que se habla sobre ellos. Solo que ahora, con la globalización, la digitalización y la inmediatez, se ha replicado a los ricos, convirtiéndolos en los nuevos protagonistas de la historia. Sin embargo, la fórmula ha cambiado un poco: la conquista de civilizaciones, el sometimiento de los vencidos y la expansión de territorios ya no son populares. Por eso, a la riqueza material se le ha agregado un matiz distinto: en lugar de contar la aburrida historia de alguien que se esforzó para conseguir lo que tiene (más por herencia que por mérito propio), se le agrega un aire de suficiencia artística, de sensibilidad estética, de justificación a su condición. Si a esto se le agrega la estirada noción de arte conceptual, que valora la idea más que la técnicas, destreza o genialidad, entonces la riqueza se convierte en la parábola del rey Midas: todo lo que toca es oro… o en realidad, fue convertido en oro a partir del oro.

Esta propiedad reflexiva (que vuelve a sí misma) es una inversión tan plausible como cualquier otro negocio. Por eso, mucho del arte clásico (o de lo que la historia del arte nos apunta desesperadamente que debería considerarse como tal) ya casi no tiene lugar en el museo, en la galería o en el teatro. El arte, cuya práctica nunca ha sido particularmente pródiga para otorgar tranquilidad económica o social a sus mayores exponentes, se encuentra cada vez más en pequeños espacios alejados de los reflectores. Se suele hallar en la intervención urbana, en pequeños sitios digitales con ideales insobornables, en la preocupación porque la riqueza resida en la obra y no en quien la firma. En esos espacios que se rotulan para un conocimiento y mejora de la humanidad presente, y no en el engrosamiento de un ego advenedizo.

¿Por qué el arte moderno es tan malo?

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