27 de July de 2024

Sobre Adele y Bad Bunny: De una triste historia a otra agridulce

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Usted no es un actor, es una celebridad. Que quede claro – Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia)

El rostro desencajado y de desplante que sufrió esta celebridad conocida como Bad Bunny, como consecuencia de su derrota frente a la talentosísima cantante Adele, en la última edición de los Premios Grammy, fue una llamada de atención al mundo. Un mundo que conoce las poco sutiles diferencias a nivel artístico entre ambos; pero que, contradictoriamente, conoce y escucha más al primero que a la segunda.

Tal vez nos preguntemos porqué.

Si pasaste del primer párrafo, permíteme contarte una triste, pero verdadera historia. La verdad es que es nuestra culpa. Y la ciencia (la que sí es verificada) lo dice.

El cerebro humano está diseñado para monopolizar y economizar energía. Somos una especie que se ha constituido por aprender a ser codependientes antes que para ser autónomos. Por ello, una madre debe ser asistida para dar a luz, un bebé humano requiere de cuidados extremos, un humano adulto no puede vivir en la naturaleza sin cortes en los pies, quemaduras por el sol o intoxicación por la carne cruda. De hecho, Yuval Noah Harari señala que casi toda nuestra energía pasó de la fuerza física hacia nuestros cerebros. Estos administran escrupulosamente nuestra evolución, para permitirnos desarrollar conceptos abstractos, aprender (con pequeños y grandes impases) a vivir en sociedad y “desconectarnos” cuando una situación se pone difícil. De hecho, esta situación privilegiada del cerebro también nos dicta que la escuela es aburrida, que el trabajo es pesado, que posterguemos tareas y disfrutemos. El cerebro, en su dictadura diaria, busca dosis de dopamina (de satisfacción inmediata y cruda) para seguir ahorrando. Por eso, nos gustan las compras, los videojuegos y la música barata. La dopamina funciona mejor cuando el ahorro nos exime hasta de las sensaciones más complejas (las que nos permite explorar nuestra verdadera profundidad humana, como la que nos provoca el gran arte o la gran literatura), dejando el paso libre para el disfrute básico, instintivo y primitivo.

Ya en 1990, Vicente Verdú acusó en su libro El estilo del mundo, la infantilización en el disfrute adulto. Postergar tareas importantes para ver un partido de fútbol (aunque sabemos que nuestro equipo va a perder), comprarnos juguetes caros después de los treinta (especialmente, si nunca nos dieron de esos bonitos cuando éramos niños), ver películas que apelan a nuestra nostalgia (aunque la corrección política termine por alejarnos y crear otro problema adicional) o celebrar fechas insufribles (porque culturalmente están impuestas a nuestro alrededor) son un síntoma de ese círculo vicioso. Las constantes crisis económicas, la pandemia y el hiperindividualismo que pronosticó Byung-Chul Han en el 2020 no han hecho sino agravar la situación, pues la conectividad nos permite vivir en sociedad sin los “defectos” de tolerar al otro (lo cual se refleja en el incremento de la violencia por ideologías políticas y diferencias sociales), y con la administración de nuestros placeres mediante las compras en línea. Por lo tanto, sin pares que nos señalen por nuestro mal gusto musical, nuestra terquedad por los deportes donde lo único que ganaremos es quedarnos roncos, nuestra insurrección frente a la razón al discutir en Twitter, nuestros vacíos habituales de contenido (como consecuencia del mayor ahorro posible), la vida de las celebridades (si son artistas o no, no importa) toma el lugar de la nuestra. Nos devuelve (ficcionalmente) la importancia de nuestra existencia y hasta una conexión con personas que caen en el mismo vicio. Algo parecido ocurre con el alcohólico que nos invita a beber, antes siquiera de habernos saludado.

Esta triste historia tiene pequeños pero memorables plot twist: la poderosa voz y dedicación de Adele ha ganado a una celebridad que creyó descifrar el algoritmo del éxito. Y aunque esto sea posible en varias docenas de premios (y de ello seguimos siendo culpables), el arte (el auténtico) llega en algún momento para despertarnos. Para dejar lo básico y lo primitivo, e intercambiarlo por un soplo de vida que sí merece romper el silencio. Por eso, aunque Adele también sea una celebridad, lo es en un rol secundario. Primero es una cantante virtuosa. Una creadora que puede ganarle, algunas veces, a ese algoritmo y a esos vicios que quieren quitarnos la escritura de nuestra propia historia.

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