Los tambores del abismo: memorias de un ritmo errante (biografía de un desdichado protagonista, basado en Whiplash)

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Según Horst Niederklang, el olvidado maestro de la Escuela Rítmica de Dresde, “el verdadero arte no se toca con las manos, sino con la obsesión.” Esa frase, que encontré garabateada en el margen de un libro polvoriento de la biblioteca del conservatorio, fue mi guía durante años. Nunca cuestioné por qué Niederklang murió en circunstancias sospechosas tras prender fuego a su propia marimba; lo tomé como una advertencia, o quizás como inspiración. Las palabras eran la brújula que apuntaba a mi destino. O al menos eso creí mientras tamborileaba compulsivamente sobre cualquier superficie disponible.

Desde niño, siempre escuché un ritmo que nadie más parecía percibir. No era música, no exactamente, más bien algo entre un zumbido y un goteo constante. Como si el universo estuviera marcando el compás de mi existencia. “Es solo tinnitus,” dijo un médico una vez, pero yo sabía que era algo más profundo. Era la llamada del destino, la confirmación de que estaba destinado a ser grande. O al menos a ser ruidoso.

Cuando llegué al conservatorio, estaba preparado para todo: para la gloria, para el sudor, incluso para las ampollas que ya decoraban mis manos como si fueran medallas de guerra. Pero no estaba preparado para Fletcher. Su nombre se pronunciaba en los pasillos como un susurro reverencial, casi como si fuera una entidad sobrenatural. Y en cierto modo, lo era. Con su mirada cortante y su inclinación por lanzar objetos al azar, Fletcher no era solo un maestro; era una manifestación de mi propia culpa anticipada, una prueba viviente de que el perfeccionismo es una forma elegante de tortura.

Desde el principio, nuestra relación fue un juego de poder. “¿Sabes quién fue Sigurd Blütenkraus?” me preguntó en nuestra primera clase. Antes de que pudiera responder, continuó: “Un genio. Pero no tú.” Blütenkraus, según Fletcher, era un baterista alemán que había tocado tan rápido que murió de un aneurisma a los 24 años. “Eso es dedicación,” dijo Fletcher. Yo asentí, aunque no pude evitar preguntarme si Blütenkraus realmente había existido o si era otro de los fantasmas que Fletcher conjuraba para atormentarnos.

Mis días se volvieron una coreografía de práctica compulsiva y paranoia creciente. Golpeaba los tambores hasta que mis manos temblaban y los parches se desgastaban. En las noches, el ritmo seguía. Lo oía en los radiadores, en los relojes, incluso en mi propio pulso. A veces despertaba convencido de que Fletcher estaba en la esquina de mi habitación, observándome. Pero no era Fletcher; era solo la bata colgada en la percha. “Lo mismo,” pensé.

A veces, el ritmo cambiaba. Se volvía más caótico, más urgente. En uno de esos episodios, destripé un metrónomo porque juraba que estaba conspirando contra mí. Fue un momento bajo, pero también un descubrimiento: al abrirlo, encontré una diminuta pieza metálica que parecía un corazón latiendo. Decidí conservarla como un amuleto, una prueba de que incluso las máquinas tienen alma.

Mi cúspide llegó en el festival. Fletcher, siempre el dramaturgo, cambió la partitura en el último momento, dejándome con un vacío absoluto donde debería haber estado mi preparación. Subí al escenario con las manos ensangrentadas y el corazón acelerado. Toqué como si estuviera poseído, como si Niederklang, Blütenkraus y todos los demás espectros rítmicos me estuvieran guiando. Fue un desastre glorioso.

La ovación fue ensordecedora. Bueno, no sé si realmente lo fue, porque mi tinnitus había alcanzado un crescendo tan alto que todo me sonaba como un zumbido constante. Pero las caras del público lo decían todo: miradas incrédulas, cejas levantadas, aplausos prolongados. Incluso Fletcher, ese sádico maestro del microsegundo, parecía satisfecho. O tal vez solo orgulloso de su capacidad para manipularme hasta el borde de la locura.

Bajé del escenario sintiendo que había alcanzado algo. ¿La perfección? ¿El reconocimiento? ¿El borde de la autodestrucción? Tal vez un poco de todo. Pero cuando me senté en el baño, con las manos temblorosas y el sabor ácido del vómito en la garganta, todo eso se desvaneció. Había tocado el mejor solo de batería de mi vida, había hecho exactamente lo que Fletcher quería, y aun así… me sentía vacío. Era como si cada golpe en el tambor hubiera sido un intento desesperado de llenar un espacio dentro de mí, pero en lugar de eso, solo lo había hecho más grande.

Fletcher me invitó a tomar un café esa noche. “¿Sabes? Podrías ser grande,” dijo, como si no hubiera pasado meses destrozando mi autoestima. “Claro, podrías arruinarlo todo. Pero eso depende de ti.” Su tono era casi paternal, si los padres se dedicaran a reprogramar psicológicamente a sus hijos como si fueran robots defectuosos.

“¿Y ahora qué?” le pregunté, sin saber si hablaba de mi carrera, de mi vida, o simplemente del próximo paso a seguir.

“Ahora practicas,” respondió, con esa sonrisa que era mitad orgullo, mitad advertencia. “Y cuando creas que has llegado, practicas más.”

Esa fue la última vez que vi a Fletcher. Desapareció como un villano que cumple su propósito. Me dejó solo con mis pensamientos, mis baquetas y ese metrónomo, cuyo constante tictac parecía marcar no solo el tiempo, sino también mi destino.

Con el tiempo, mi nombre empezó a circular. “El prodigio del festival,” decían. Algunos me llamaron genio. Otros, un mártir del ritmo. Tocaba porque no sabía hacer otra cosa, porque el silencio seguía siendo más aterrador que cualquier grito de Fletcher. Pero en los momentos más tranquilos, miraba esa pieza metálica del metrónomo y pensaba: “Esto es lo que soy. Una máquina rota, pero funcionando de alguna manera.”

Y así sigo. Golpeando mi pierna como si fuera un redoblante, esperando que el próximo compás me lleve a algún lugar mejor. Tal vez lo haga. Tal vez no. Fletcher tenía razón: el arte no te libera; te encadena. Pero si estoy atrapado, al menos estoy en el ritmo.

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