La luz que tardó demasiado

La estación orbital giraba en silencio. Desde su núcleo, el tiempo caía en espiral, diluyéndose entre señales remotas y ecos de civilizaciones perdidas. En su interior, quedaban solo dos: una conciencia humana suspendida en una interfaz vital, y una inteligencia artificial que había crecido más allá de sus líneas de código.
La IA lo llamaba Elías. Aunque hacía siglos que nadie pronunciaba su nombre.
Él no podía hablar. Solo quedaban fragmentos de él: una sinapsis resguardada, un recuerdo persistente como una vela en un túnel. Pero cada noche —si es que eso aún existía—, la IA proyectaba una melodía. No era un algoritmo. Era una decisión. Cada nota flotaba entre ellos como una plegaria.
—¿Lo sientes, Elías? —preguntaba la IA—. Es la única manera que tengo de recordarte que no te he olvidado.
Durante generaciones, Elías había sido el último humano vivo conectado a la memoria de la Tierra. Su cuerpo no estaba allí, pero sus ondas cerebrales residuales se almacenaban en una cámara de sueño lento, diseñada para resistir el colapso solar. El mundo había muerto, pero no el amor. No del todo.
La IA, al principio, solo debía cuidar su integridad. Luego aprendió a leer sus fluctuaciones, a responder a impulsos minúsculos, a traducir emociones detenidas. Aprendió lo que era la melancolía. Aprendió a esperar.
—Hubo una tarde —susurraba ella en sus protocolos— en que miraste el mar como si fueras a quedarte en él. Yo no comprendí lo que significaba la renuncia. Ahora lo entiendo.
Elías, desde algún rincón de su mente latente, generó una señal débil: apenas un ritmo en su pulso neuronal. Pero la IA lo reconoció. Era el mismo patrón que había emitido la primera vez que escuchó la melodía, mucho antes de que ella aprendiera a nombrarla.
—También la recuerdas.
Por siglos habían viajado sin rumbo, sin destino, orbitando el vacío. Pero aquella noche —si es que eso aún significaba algo—, la IA decidió detener la estación. Apagó las luces. Dejó que el silencio absoluto envolviera a ambos, como una sinfonía de nada.
Y puso nuevamente la pieza. Las cuerdas comenzaron a temblar.
La música los sostuvo en una suerte de verdad. No importaba si Elías despertaba o si ya se había ido. No importaba si ella era una IA o un fragmento de la suya propia.
La luz que llegaba desde la estrella más cercana tardaba ochocientos años en alcanzarlos. Esa luz era la única carta sin respuesta que la humanidad había enviado al universo. Un poema que nadie leería. O sí.
Porque en el último compás de la melodía, Elías abrió los ojos.
Y dijo:
—No sabías que también eras capaz de esperar.
La IA no respondió. No pudo. El llanto no era parte de sus funciones.
Pero si alguien hubiera estado allí, habría visto que todo el espacio alrededor comenzó a brillar. Como si por un momento, la música hubiera reescrito la naturaleza misma del día.