Lyoth y los nombres perdidos, por Mauro Marino

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1. El eco de las campanas

Tú no lo sabes aún, pero las ciudades tienen memoria. Algunas recuerdan tus pasos y los preservan, como un cuadro que no se deshace con el tiempo. Pero Lyoth no es una de esas ciudades. Aquí, todo se olvida. Y nadie sabe por qué.

Al principio, parece una ciudad como cualquier otra: calles empedradas, plazas donde los niños juegan al atardecer y faroles que encienden una luz temblorosa al caer la noche. Pero hay algo que nadie se atreve a admitir en voz alta: cada medianoche, la torre central hace sonar sus campanas doce veces, y alguien desaparece. Como si nunca hubiera existido.

Tú no estás aquí por casualidad. Sabes que el olvido te está llamando. Pero antes de que sigas leyendo, déjame advertirte: lo que vas a descubrir en Lyoth no puede ser desleído.


El día en que Aine llegó a Lyoth, las campanas estaban más calladas que de costumbre. Ella lo sintió en los huesos: un silencio espeso, como si el mundo contuviera la respiración. Sus maletas eran pocas y su propósito simple: encontrar respuestas.

“Dicen que aquí nadie muere. Solo dejan de ser”, le había contado su abuela antes de morir, con la voz rota por secretos que nunca alcanzó a confesar.

Aine no tenía miedo. Era joven, tenía el cabello tan rojo como el amanecer y unos ojos de un gris tan profundo que parecía esconder tormentas. Lo único que llevaba de valor era un cuaderno lleno de nombres y un corazón lo suficientemente roto como para que no le importara ser olvidada.

Lo que Aine no sabía es que esa noche, cuando cruzó la puerta de la posada y el dueño no pudo recordar cómo se llamaba, la ciudad ya había comenzado a escribir su nombre en las arenas del olvido.


2. El chico de las sombras

No esperabas encontrar romance en una ciudad así, ¿verdad? Pero a veces, hasta en los lugares más oscuros, alguien brilla.

Aine lo vio por primera vez al borde de una fuente sin agua. Era un chico de unos diecisiete años, vestido con ropa desgastada y manos manchadas de carbón. Se llamaba Lorien (o eso le dijo), pero su sonrisa parecía tan rota como la ciudad misma.

—No deberías estar aquí —fue lo primero que dijo, sin mirarla del todo.

—¿Por qué? ¿Porque me vas a olvidar también? —respondió ella.

Lorien la miró entonces. Sus ojos eran oscuros, pero reflejaban algo vivo, algo que Aine no había visto en nadie más desde que llegó.

—No, porque si te olvidas de ti misma, no hay vuelta atrás.

Aine frunció el ceño. —¿Y tú? ¿Por qué sigues aquí?

Lorien sonrió, una sonrisa triste. —Porque alguien tiene que recordar.

Esa noche, Aine lo vio desaparecer entre las sombras, como si no perteneciera ni al mundo ni al olvido.


3. Los nombres en la niebla

La gente en Lyoth evitaba hablar del olvido. Cada casa tenía habitaciones cerradas, retratos colgados con rostros borrados, y jardines con flores que nadie recordaba haber sembrado. Pero había algo peor: cada vez que alguien desaparecía, todos lo aceptaban como si hubiera sido inevitable.

Fue Lorien quien le contó la verdad, en uno de esos paseos nocturnos donde las sombras parecían perseguirlos:

—La ciudad olvida porque está viva. Cada vez que olvida a alguien, su corazón vuelve a latir un poco más fuerte.

—¿Por qué hace eso? —preguntó Aine, abrazándose el cuerpo para protegerse del frío.

—Porque teme morir —dijo Lorien—. Pero hay algo que no sabe: las personas no desaparecen. Se convierten en nombres.

—¿En nombres?

—Sí —respondió él, señalando hacia la niebla que bordeaba la ciudad—. La niebla los guarda. Si encuentras su nombre, puedes traerlos de vuelta.

Entonces Aine lo entendió. Lorien no solo era un chico más: él estaba buscando a alguien.

—¿A quién perdiste? —preguntó ella.

Lorien apretó los labios, y Aine supo que había tocado algo profundo. —A mi hermana.

A partir de ese día, los dos se prometieron algo que sonaba ridículo en una ciudad donde nada ni nadie permanecía: Encontrar los nombres perdidos.


4. Las campanas y el pacto

Las campanas de medianoche no eran solo un aviso. Eran un pacto. Al sonar la última campanada, alguien debía ser olvidado para que la ciudad continuara latiendo.

Aine y Lorien descubrieron esto demasiado tarde, en la sala más alta de la torre central. Allí, en un salón circular lleno de relojes sin manecillas, encontraron un altar de piedra con nombres grabados en su superficie.

El de Lorien estaba allí. —Tú también fuiste olvidado —susurró Aine, sintiendo el peso del descubrimiento.

Lorien no respondió. Se acercó al altar y lo tocó. La piedra comenzó a temblar.

—Si rompemos el pacto, la ciudad morirá —dijo él.

—¿Y qué sucede con los que han desaparecido? —preguntó ella.

Lorien la miró. Por un segundo, no fue el chico roto que había conocido, sino algo más, algo inmenso y antiguo que parecía llevar el peso de todas las desapariciones.

—Volverán. Pero yo… no puedo ir con ellos.

—No —susurró Aine—. No voy a dejarte aquí.

Pero la ciudad había decidido. La torre comenzó a desmoronarse, y entre las sombras que surgían del altar, Lorien sonrió una última vez. —No olvides mi nombre.

Y tú, lectora, aquí te lo confieso: Aine no lo olvidó. Pero a veces recordar es la peor forma de perder.


5. El precio del recuerdo

El mundo se derrumbaba a su alrededor, pero Aine no se movió. La voz de Lorien seguía resonando en su cabeza: No olvides mi nombre.

Las sombras se arremolinaban en el altar, reclamando a Lorien, mientras Aine buscaba desesperada una salida, una solución. La piedra vibraba bajo sus manos, y entonces lo vio: el nombre de Lorien, grabado junto a otros cientos.

—Si puedo encontrar su nombre… puedo salvarlo —murmuró.

Aine arrancó una navaja que llevaba en su bolso y cortó la yema de sus dedos. Con la sangre, comenzó a escribir sobre el altar, trazando el nombre de Lorien una y otra vez.

—¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo!

Las sombras se detuvieron. Por un momento, el tiempo pareció doblarse. El nombre de Lorien brilló, y entonces… silencio.

Cuando Aine abrió los ojos, la ciudad estaba inmóvil. Lorien estaba allí, junto al altar, mirándola con una tristeza infinita.

—Has roto el pacto.

—Te traje de vuelta —dijo ella, con las manos temblorosas.

Lorien negó con la cabeza.

—A cambio de tu nombre.

Aine sintió cómo el peso del olvido comenzaba a arrastrarla hacia la nada.

—No importa —susurró—. Siempre te recordaré.

Y entonces, Aine desapareció.


6. El amanecer de Lyoth

La ciudad de Lyoth murió esa noche. Sus campanas callaron, sus calles se volvieron polvo y su niebla se disolvió en la luz de un amanecer olvidado.

Lorien caminó entre las ruinas, con el nombre de Aine grabado en su memoria. Los nombres perdidos habían vuelto, la ciudad ya no los retenía. Pero Aine no estaba entre ellos.

—¿Dónde está? —gritó al cielo vacío.

No hubo respuesta.


Epílogo: El último recuerdo

Años después, en un pequeño pueblo olvidado, una joven con el cabello rojo despertó en una pradera. No recordaba su nombre ni de dónde venía, pero en su pecho llevaba una campana de bronce, fría al tacto.

Al sostenerla, escuchó un eco en el viento:

Recuérdame.

Y ella sonrió, porque sabía que alguien, en alguna parte, nunca la había olvidado.

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