IA y dinosaurios: ¿De qué hablamos cuando mencionamos arte, ciencia, tecnología e innovación?

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Hace décadas, el arte, la ciencia, la tecnología la innovación podían tener una relación pública más o menos estable, y por un determinado periodo de tiempo. No es que no tuvieron una relación desagradable en un pasado intermitente, o que ya no deban quererse. De hecho, la ciencia y la tecnología siempre han sido orgullosos albaceas sobre el estilo y calidad de vida de las personas: determinan los estilos de trabajos, la cantidad de esfuerzos para realizar una acción, para remediar (o provocar) catástrofes y para obligar (voluntaria o involuntariamente) a que el artista innove su forma en la manera de desarrollar su actividad creativa o reformule la (cada vez más cuestionada) dimensión del arte como objeto de consumo. Por eso, la realización de productos basados en la inteligencia artificial (IA) casi sin (o sin ningún) esfuerzo, no solo pone de manifiesto la regresión hacia la masificación de lo reptiliano (tópico recurrente de la IA de estos días), sino que la versión tierna e inmediata de dinosaurios vestidos de bomberos, médicos, oficinistas o astronautas pone en jaque la función del artista en tanto que homo faber, para dar una apariencia democrática de dicho rol.

Lo que la gente sabe del arte es como un iceberg. En la parte superior está la conmoción estética (simple o compleja, según el tipo de apreciación) y el precio o contraprestación para acceder a esta. Sin embargo, lo que se asienta por debajo del agua es inconmensurable. Se aglutinan experiencias (educativas, cultural, sociales y personales), la selección de caminos por seguir para la ejecución de la obra, el (o los) estilo(s) que circundan el desarrollo de una visión, el diálogo con el propio clima emocional (ya sea propio o ajeno), además del tiempo dedicado al propio acto creativo. No mencionamos, dentro de estos niveles, la espiritualidad que precipita a un artista a dedicarse insistentemente a desarrollar actos creativos cuya terminación tangible recae en el mundo de lo sensible, y que (en la mayoría de las veces) resulta abandonada por personas que no coincidían con esa visión.

Hoy paso de largo cuando veo una lagartija creada por IA. No porque no reconozca que hubo un esfuerzo para convertir algoritmos en un objeto imaginado, sino porque los procesos llevados a cabo para la elaboración de este objeto en particular carecen de profundidad. Cuando veo a La joven de la perla, su mirada me invita a imaginar disquisiciones, técnicas y carencias que transformaron un lienzo en blanco en una obra de arte. El proceso de elaboración lleva consigo huellas que afloran con el tiempo, y se convierten en una historia. En cambio, la historia de lo desarrollado con IA ya fue contada antes, y se repetirá con combinaciones previamente establecidas, y cuyo resultado se verá en serie. El espíritu de lo original se diluye como un golpe de vista hacia el siguiente objeto.

La IA sigue desarrollándose. Hay labores que están siendo reemplazadas inicialmente con torpeza y luego con cierta propiedad. Sin embargo, para la permanencia del artista, solo tenemos que fijarnos en aquello que le da singularidad. A los filtros del pasado, que exigían técnica, dedicación y talento, se le agrega el carácter singular que transformó una imagen hecha por encomienda en un auténtico afloramiento del estilo. Por ello, así como la historia se encargó de que las grandes obras trasciendan en el tiempo, la IA puede pasar de convertirse en un objeto de frustración a una razón más para darle significado al acto creativo. Podría ser una oportunidad para que esta relación entre arte, ciencia, tecnología e innovación, vuelva a ser (temporalmente) sana.

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