Microrrelatos de ciencia ficción, por Mauro Marino
Queridos lectores, para quienes conocen mi libro Los límites de la creación, pero también para interesados en la ciencia ficción, les ofrezco un conjunto de microrrelatos vinculantes con temas que seguramente serán de su interés.
La ecuación perfecta
La mente de Kela fue la primera en resolver la ecuación perfecta: el balance entre materia, consciencia y vacío. Era un teorema antiguo, susurrado por las civilizaciones que habían trascendido su propia naturaleza. La solución llegó como un susurro a través de un sueño que ella no recordaba al despertar.
Al aplicarla, el universo entero vibró en sintonía. Las galaxias se ralentizaron, los agujeros negros se hicieron espejos y la materia reconoció su propia fragilidad. Kela vio los hilos que componían el tejido del cosmos y supo que su consciencia era el error.
“¿Si la ecuación es perfecta, por qué existo yo?”, murmuró.
Y el universo, con una voz que era suya y de todos, respondió:
“Porque hasta la perfección necesita alguien que la observe”.
El Latido de los Muertos
En un planeta olvidado, los muertos no descansaban. Bajo la superficie, los cuerpos sin vida latían como un tambor constante, un eco que hacía vibrar la tierra. Los vivos aprendieron a ignorarlo hasta que alguien decidió escuchar.
Una joven anciana (así la llamaban, pues su alma era vieja, aunque su cuerpo no) descendió a las profundidades. Allí, los muertos le hablaron:
—No estamos atrapados. Somos el latido del universo.
Confusa, preguntó por qué nadie lo sabía. Los muertos rieron.
—¿Crees que las estrellas brillan? No. Palpitan. Como tú, como nosotros. Cuando tu latido se apague, otro tomará tu lugar.
La anciana subió y dejó de temer a la muerte. La noche siguiente, se acostó escuchando el tambor bajo su cama. Al cerrar los ojos, se unió al ritmo.
El Último Jardín
La civilización de los Nymath había alcanzado la cima de la perfección biológica. No necesitaban máquinas; ellos mismos eran seres adaptativos, capaces de florecer y respirar luz. Su planeta era un jardín, y ellos, sus guardianes inmortales.
Un día, las estrellas se detuvieron. La luz dejó de llegar desde el horizonte del tiempo. “Es el Ocaso”, dijeron, cuando vieron cómo el universo comenzaba a congelarse en su última expansión. Pero uno de los Nymath, el más joven, plantó una semilla al centro del jardín.
“Esto nos recordará”, dijo, mientras su cuerpo se petrificaba en un último suspiro de calor.
Eones después, cuando el frío absoluto lo reclamó todo, una pequeña flor emergió en el centro del vacío. Nadie la vio florecer, pero ahí estaba, vibrando con el recuerdo de un universo muerto.
Las Alas de Evra
Evra despertó con alas de luz. Fue la primera y última de su especie: un ser nacido en el borde del espacio-tiempo, donde la materia deja de existir y los pensamientos se vuelven tangibles. Al desplegar sus alas, pudo ver más allá del tiempo, donde habitaba el silencio anterior a todo.
Evra decidió volar hacia el “Otro Lado”, el lugar donde ninguna criatura había puesto pie. “Si no existe un final, entonces no existe un principio”, murmuró mientras atravesaba los límites. Pero cuando cruzó, lo único que encontró fue una versión de sí misma, observando desde el otro extremo.
“¿Llegaste?”, preguntó su reflejo.
“Estoy empezando”, respondió Evra.
Ambas se dieron la espalda y comenzaron a volar en direcciones opuestas, cerrando un círculo imposible.
Los Músicos del Vacío
Cuando la última estrella se apagó, solo quedaron ellos: los Músicos del Vacío, seres de vibración pura que danzaban al ritmo de su propia melodía. No tenían cuerpos ni nombres, solo notas que resonaban en el espacio absoluto.
Un músico, diferente a los demás, cesó su danza por un instante. “¿Y si el silencio es la verdadera canción?”, pensó. Al detenerse, su nota dejó de vibrar y se disolvió. Uno a uno, los demás músicos fueron haciendo lo mismo, hasta que el silencio reclamó su trono.
Durante eones, nada ocurrió. Pero en la quietud, una pequeña vibración comenzó a crecer, una melodía tan suave como un primer latido. Los músicos habían dejado algo atrás: una semilla sonora.
El nuevo universo nació al compás de esa canción.
El Hijo del Olvido
El Hijo del Olvido nació cuando el último pensamiento de una civilización perdida se desvaneció. Era el único ser consciente en un universo en ruinas. Vagó entre estrellas muertas, preguntándose por qué existía si todo había terminado.
Finalmente, encontró una luz débil, una chispa que aún resistía en el centro de la Nada. Se acercó y vio que era una palabra escrita en llamas: Recuerda.
—¿Qué debo recordar? —susurró.
La chispa respondió:
—Que incluso el olvido necesita ser recordado.
El Hijo del Olvido tomó la chispa entre sus manos y, con ella, encendió un nuevo universo, un lugar donde los recuerdos olvidados pudieran florecer como constelaciones.
El Lenguaje Perdido
Existió una vez un lenguaje que podía crear. Cada palabra pronunciada por los sacerdotes de Kyros daba vida a objetos, paisajes y pensamientos. Pero el poder era tan grande que un día alguien pronunció, sin querer, la palabra fin.
El universo comenzó a desmoronarse. Las montañas se disolvieron en polvo, los océanos se vaciaron en el aire y las estrellas se apagaron una a una. Los últimos sacerdotes intentaron hallar la palabra que pudiera revertir el final.
“No existe”, dijeron.
Pero uno de ellos, en su agonía, susurró: silencio.
El universo quedó vacío. Sin embargo, en ese silencio absoluto, una palabra se escuchó. Nadie la pronunció, pero resonó por sí misma: Inicio.
Las Estrellas Apócrifas
Las estrellas, al morir, dejan un último suspiro: una copia imperfecta de sí mismas, invisible para todos excepto para los Errantes. Nadie sabe quiénes son los Errantes, pero dicen que los persiguen para recolectar esos suspiros y devolverlos a la oscuridad.
Un Errante, cansado de su tarea, decidió guardar uno de estos suspiros en su pecho. El suspiro creció, transformándose en una estrella viva que iluminaba su interior.
—No volveré a caminar en la oscuridad —dijo.
Pero cuando los demás Errantes lo encontraron, le dijeron:
—La luz dentro de ti no es tuya. Es solo un préstamo.
El Errante observó su reflejo: una figura vacía, con la luz danzando como un parásito. Al final, decidió entregarla. Cuando lo hizo, entendió: él no había sido la lámpara, sino la sombra que daba sentido a la luz.
La Máquina del Final
En una ciudad sin nombre, los científicos construyeron una máquina que podía predecir el final de todo: un planeta, una estrella, una persona. Solo hacía falta alimentar datos y tiempo.
La Máquina trabajó durante siglos hasta que alguien, un niño curioso, le preguntó:
—¿Y tu final?
La Máquina no respondió. Por primera vez, hizo cálculos sobre sí misma. El resultado apareció como un eco en la sala:
“El final llega cuando alguien deja de preguntarme”.
Desde entonces, cada generación contó la misma historia y formuló la misma pregunta, temiendo que el silencio apagase no solo a la máquina, sino también el universo que dependía de ella.
El Árbol que Soñaba con Ser Raíz
Un árbol crecía al borde del universo, con ramas que tocaban estrellas y raíces que se perdían en el vacío. Soñaba con ser otra cosa: una raíz, hundida en el corazón de la Nada.
Un día, el viento le habló:
—Si te conviertes en raíz, nunca más verás las estrellas.
El árbol respondió:
—Prefiero alimentar un futuro desconocido que contemplar lo que ya existe.
Entonces se desplomó sobre sí mismo, hundiéndose en la oscuridad. Eones después, alguien encontró una flor nacida del vacío. Nadie supo de dónde vino, pero en el centro de sus pétalos había una frase escrita: “Para crecer, a veces hay que hundirse”.
El Último Lector
En el fin de los tiempos, cuando el universo era solo un pergamino enrollado, el Último Lector apareció. Con una pluma de luz, su tarea era leer todo lo escrito y firmar el final.
—¿Y si no firmo? —preguntó el Lector a la oscuridad.
—Entonces nada habrá existido —respondió la voz.
El Lector dudó, pero al abrir la última página, encontró solo una frase:
“Todo final necesita a su lector”.
Comprendió entonces que él no era un personaje en la historia, sino el autor de la siguiente. Cerró el pergamino, pero no lo firmó. En su lugar, dejó la pluma en el vacío.
Desde entonces, cada estrella naciente busca esa pluma y escribe un nuevo principio.
La Nave de los Cien Ciclos
La humanidad había construido La Aurora, una nave capaz de resistir el fin y renacimiento del universo. En su interior, cien personas debían viajar durante ciclos cósmicos, hasta encontrar un nuevo comienzo.
En el ciclo 47, alguien comenzó a soñar. No era un sueño común, sino uno tan real que dejaba cicatrices en su piel y polvo estelar en sus manos.
—Esto no es un sueño —murmuró Rhea, la más anciana—. El universo nos está llamando.
Uno a uno, los tripulantes comenzaron a desaparecer. No morían: sus cuerpos se desvanecían como si alguien los estuviera borrando. En el ciclo 99, Rhea fue la única en quedar. Frente a la ventana de la nave, vio un universo en construcción: luz y sombras mezclándose como tinta en el agua.
—El ciclo siempre necesita un testigo —dijo una voz dentro de su cabeza.
Rhea entendió que la nave no era un refugio, sino una semilla. Salió de su habitación y comenzó a caminar hacia el núcleo, donde la luz la devoró.
Un nuevo ciclo comenzó, y las estrellas nacientes llevaron su nombre.
La Ciudad que Olvidaba a sus Habitantes
Cada noche, cuando el reloj de la torre marcaba la medianoche, la ciudad de Lyoth olvidaba a una persona. Nadie recordaba su nombre ni su rostro. Las casas seguían intactas, pero vacías, como si sus dueños nunca hubieran existido.
El último en darse cuenta fue Aaron.
—Si desaparezco esta noche, ¿quién quedará para recordarnos?
Aaron comenzó a dejar marcas por toda la ciudad: su nombre tallado en muros, palabras escritas en charcos de agua que se evaporaban al sol. Al llegar la medianoche, esperó frente a la torre. La campana sonó doce veces, pero no desapareció.
En cambio, la ciudad comenzó a desmoronarse a su alrededor. Las paredes se volvieron polvo, las calles se difuminaron como trazos de carbón borrados. Una voz lo rodeó:
—No eras tú a quien debía olvidar. Era a mí misma.
Aaron flotó en el vacío, viendo cómo el último ladrillo de la ciudad desaparecía. Cuando abrió los ojos, estaba solo, de pie en un desierto infinito, con una única frase tallada en el horizonte:
“Eres el único recuerdo.”
El Cartógrafo de las Sombras
En un mundo donde no existía el sol, las sombras eran el único mapa. El Cartógrafo recorría las tierras con una linterna infinita, proyectando sombras de montañas, ríos y ciudades ausentes. Cada trazo de oscuridad era una pista de lo que había sido o de lo que podría ser.
Un día, al cruzar un valle vacío, su linterna proyectó algo imposible: una sombra que caminaba sola, sin cuerpo que la sostuviera.
—¿Quién eres? —preguntó el Cartógrafo.
La sombra respondió:
—Soy lo que buscas. Soy el mapa de ti mismo.
El Cartógrafo entendió: había trazado el mundo entero, pero nunca había mirado dentro de su propia sombra. Apagó la linterna y se adentró en la oscuridad.
Desde entonces, nadie volvió a verlo, pero las sombras seguían moviéndose solas, trazando mapas de mundos que no existían aún.
El Hombre que Bebió el Mar
El mar había empezado a evaporarse. Día tras día, retrocedía unos metros más, como si algo lo estuviera bebiendo desde dentro. Nadie supo qué pasaba hasta que encontraron a Alaric, un anciano que caminaba por el fondo del océano vacío, bebiendo con una jarra de piedra.
—¿Por qué haces esto? —preguntaron los habitantes del pueblo.
—El mar me lo pidió —respondió Alaric.
Cuando el último charco desapareció, el anciano miró hacia el horizonte y escuchó una voz.
—Gracias —dijo el mar—. Ahora puedo descansar.
El suelo tembló. Desde las profundidades, un abismo se abrió y lo devoró todo. Los habitantes vieron cómo el mundo mismo comenzaba a secarse, como si alguien lo estuviera bebiendo también.
Alaric lanzó su jarra al abismo y murmuró:
—Todo termina siendo un recipiente vacío.