Arte conceptual y el horror de la técnica: Confesiones de un frustrado exitoso
Por Max Pincel Rotundo, artista conceptual premiado por haber dejado una silla vacía frente al MoMA y titular de la cátedra “Nada Importa” en la Universidad de Serendipia Contemporánea.
Es extraño sentarme a escribir esto. Por un lado, mi nombre aparece en las revistas de arte más prestigiosas del mundo; por otro, tengo un absoluto desprecio por la habilidad técnica que no poseo. Mi éxito, que parecería consagrarme como un visionario, es también la fuente de una frustración tan aguda que a veces sueño con arrancar los pinceles de las manos de los virtuosos y usarlos como mondadientes después de un festín de su ego. Porque, queridos lectores, no hay peor enemigo para el artista conceptual que un maldito realista con talento.
La tragedia del éxito conceptual
El arte conceptual, para los despistados, es el tipo de arte que te hace pensar, pero no demasiado. Es una declaración sobre el vacío, el exceso, la política o el sándwich que te comiste ayer. No importa si entiendes la obra, lo importante es que yo la explique en un lenguaje tan abstracto que parezca inteligente. Como dijo una vez mi colega Anselmo Pretencioso, “El verdadero arte conceptual no necesita ser comprendido; necesita un PDF de diez páginas para ser admirado”.
Este enfoque me ha llevado lejos. Cuando dejé caer un plátano sobre un cubo de pintura derramada y lo titulé La fragilidad de lo efímero bajo el peso del significado, fui aclamado como un genio. ¿Lo planeé? Por supuesto que no. Resbalé con una cáscara, me frustré y ahí estaba: mi primera exposición en una galería. Pero este éxito me lleva a una amarga reflexión: ¿por qué ellos, los artistas técnicos, continúan existiendo? Su pincelada precisa y su obsesiva atención al detalle me irritan más que los influencers que hacen NFT de gatos pixelados.
El problema con los virtuosos: una relación amor-odio
Admítelo, querido lector: cuando ves una obra de un hiperrealista que logra capturar cada poro de la piel, cada destello de la luz en un vaso de agua, sientes envidia. Pero esa envidia se mezcla con desprecio. ¿De qué sirve tanta habilidad si no hay un mensaje detrás? Como dijo alguna vez mi maestro, el infame artista de humo y espejos Fabio Niebla, “El arte técnico es pornografía visual: bonito a los ojos, vacío en el alma”.
Y sin embargo, no puedo evitar admirarlos en secreto. Cuando veo a un pintor trabajando meticulosamente en un retrato, siento una punzada en el pecho. Es como mirar a alguien que toca el piano magistralmente mientras tú apenas puedes golpear una tecla sin romperla. Mi odio hacia ellos es, por supuesto, una proyección de mi frustración. Pero, seamos honestos, su perfección técnica también resulta terriblemente aburrida. ¿Qué me aporta un cuadro perfecto si no me hace sentir incómodo, como lo hace una silla rota en medio de una exposición?
El culto al arte conceptual: mi refugio imperfecto
En el mundo del arte conceptual, somos dioses. Podemos justificar cualquier cosa: un rollo de papel higiénico en un pedestal, una selfie pixelada en blanco y negro, una instalación que consiste en el sonido de mi respiración grabado durante una hora. Mientras los técnicos sudan por años perfeccionando sus habilidades, nosotros producimos en días algo que un curador llamará “una profunda crítica a la modernidad líquida”.
Pero esto no significa que no haya momentos de duda. Cuando me cruzo con un Rembrandt o un Sorolla, siento una mezcla de admiración y rabia. ¿Por qué su legado es tan intocable? ¿Por qué nadie los desafía? Entonces recuerdo que el arte conceptual vive en otro plano: el plano de lo incomprendido, lo indignante, lo aparentemente irrelevante.
Y ese es nuestro poder. Mientras los artistas técnicos trabajan para agradar, nosotros trabajamos para confundir. Cuando alguien me dice “No entiendo tu obra”, mi respuesta es simple: “No era para que la entendieras. Era para que supieras que existo”.
Conclusión: Amargura como motor creativo
No me malinterpreten. Mi rabia hacia los artistas técnicos no es más que amor enmascarado. Los odio porque quiero ser ellos, porque mi pincelada es tan torpe como mi caligrafía. Pero también los desprecio porque su arte, tan “perfecto”, carece de lo que hace al arte conceptual tan delicioso: la libertad de no tener que probar nada.
Como dijo alguna vez mi querido colega y rival, Claudio Trazo Inútil, “El arte técnico es para los ojos; el conceptual, para el ego”. Y con eso, me retiro a preparar mi próxima exposición: una serie de cubos vacíos titulada El absurdo de buscar sentido cuando todo está vacío. Es un homenaje a mi carrera. O tal vez, a mi propio vacío.