Barbie y Oppenheimer: dos historias unidas con pegamento y sin casualidades

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Estas últimas semanas se ha presentado la polémica gratuita de dos películas que colmaron los escaparates de los cines, los movimientos de mercadotecnia y la configuración de un neologismo para caracterizar un binomio compuesto por dos unidades distintas en su propuesta y concepción: Barbie y Oppenheimer. ¿Son dos partes de un mismo conjunto? Evidentemente que no. ¿Se trata de una integración casual? Definitivamente no. Pero vamos por partes.

Barbie está en los detalles

Barbie, dirigida por Greta Gerwig, con la participación de Margot Robbie y Ryan Goslin es una película que ha superado los mil millones de espectadores en sus tres primeras semanas. Se trata de un fenómeno mundial que ha funcionado con capas de percepción y de género. Ofrece la alternancia de la comedia sobre el ícono infantil, el drama, la impronta feminista y la sátira. Por ello, aunque su clasificación es PG-13, mucho de su público es accidentalmente menor. Sin embargo, ello no impedirá su visionado: la comedia es principalmente visual y colorida (además, se ha demostrado que el color rosa promueve la tranquilidad), el drama es sutil y matizado con el ridículo (la representación de la venganza de Ken y la depresión de Barbie nos recuerdan que son muñecos), el feminismo dialoga con las comedias familiares (en las que los hombres asumen un rol accesorio, padecen de cretinismo generalizado y parecen conformar parte de un todo no muy bien definido, aunque sí denominado veinte veces como “patriarcado”) y la sátira se restringe a los diálogos (muchos de ellos, con doble sentido y cierta capacidad para burlarse de su propia propuesta).

Fuera de estos detalles, la trama es simple: Barbieland es una isla idílica administrada por mujeres, en las que todos los días son perfectos, se da un predominio del color rosado (tanto que ha agotado el stock mundial de pintura de ese color para su filmación) y los Kens (fabricados para buscar la aprobación de las Barbies) compiten entre ellos para la aceptación de sus contrapartes femeninas. Sin embargo, este proceso se interrumpe cuando Barbie esterotipada (Margot Robbie) piensa en la muerte. La música se interrumpe y la protagonista es temporalmente cuestionada por una idea tan negativa, alejada de la cándida perfección que han logrado. La anécdota termina, pero las bases estaban sentadas: al día siguiente, las tostadas de Barbie estereotipada están quemadas, sus pies dejan de estar de puntas y comienza a tener celulitis. Este horror la lleva a un descubrimiento en el que debe decidir entre usar tacos (mantenerse en la ignorancia de no saber porqué pasa todo esto) o las sandalias (el conocimiento que debe adquirir en el mundo real, a través de la niña que juega con ella), ingeniosamente representado en un falso dilema como el de Matrix (1999).

Los zapatos de taco y las sandalias dialogan con la primera película de Matrix. Sin embargo, el dilema se desmitifica cuando Barbie quiere optar por los tacos (la ignorancia). Así, la Barbie rarita (con la cara pintarrajeada y el pelo recortado por su niña) le confiesa que nunca tuvo opción, y que debe elegir las sandalias (la verdad).

Esto replica el viaje del héroe, en el que Barbie dirige la expedición (en van, cohete, lancha y otros medios de transporte) y Ken se encuentra feliz por ser aceptado como compañía no solicitada. Sin embargo, en el mundo real se dan dos reacciones opuestas: Barbie se da cuenta de que el lugar que se debería haber beneficiado por su mensaje de “empoderamiento” puede ser un lugar hostil para las mujeres (acoso, frases subidas de tono, persecución, etc.). Ken, por el contrario, se siente fascinado en el rol funcional y privilegiado que parecen tener los hombres (los titulados y con ciertos méritos, por cierto). Por este motivo, mientras que la muñeca rubia es capturada por Mattel (la empresa de juguetes de donde provienen, y que aparentemente es manejada por hombres estúpidos e infantiles) su antiguo compañero decide retornar con el “conocimiento” recién adquirido, adoctrinando a la población y generando una comunidad de hombres que poseen las casas, beben cerveza y son servidos por las Barbies. Es decir, se invierten los roles a una visión aun más estereotipada que la anterior, en la que los hombres parecen actuar organizadamente sobre su hedonismo, y sobre la cual el ingenio femenino (el engaño y la manipulación) debe utilizarse para retomar el control.

Esta lucha de géneros (y los recursos empleados para encontrar un nuevo camino) no es nueva. De hecho, fuera del efectismo y la sátira bidireccional, Barbie puede ser una película tan recurrente que se permite insertarse como parte del imaginario social, más allá de la época en que se presente. El uso de una producción de lujo y el mensaje reconciliador de la película capitalizan las necesidades de una sociedad aparentemente polarizada, en la que las enormes mayorías conformadas por quienes están dispuestos a escuchar a la contraparte son el principal público objetivo. Por lo tanto, la publicidad gratuita a Mattel (con el sacrificio de la imagen de sus ejecutivos) se permite el cobro instantáneo de sus productos, su posicionamiento como una marca irónicamente enarbolada con un mensaje de reconciliador (pasando por alto la apariencia poco representativa de sus muñecas), la búsqueda de identidad, apelación a la nostalgia y espíritu festivo. Por ello, parte importante de ese éxito ha resultado a partir de la identificación con la versión “empoderada” de Ken.

Mientras que en Barbie se ha convertido en el mayor éxito comercial para la marca Warner Brothers, Mattel hizo lo propio con Mojo Dojo Casa House del muñeco Ken.

Oppenheimer: las dos caras de la ciencia

Oppenheimer no es el relato de un héroe o un villano. Se trata de una referencia a un concepto desarrollado en dos historias clásicas sobre el uso de un conocimiento prohibido: Prometeo encadenado (Esquilo) y Frankenstein (Mary Shelley). En ambas obras se destaca la transgresión cometida por alguien que quería saber más: el titán de la tragedia griega quiso dar progreso al ser humano (su propia creación), robando el fuego de los dioses y entregándolo a los hombres; por otra parte, el científico del infame apellido tuvo la intención de crear vida a través de la ciencia. En ambos casos hubo culpa y sanción. En el caso del físico que patrocinó la creación de la bomba atómica, la prohibición era moral: provocar la muerte de miles para evitar el derramamiento de sangre de millones. Los políticos no tenían problemas. Los militares lo consideraron una obligación. Los científicos, alejados de la zona de conflicto en su proyecto de Los Álamos, se debatían internamente entre desarrollar un proyecto que haría historia y llevar el estigma de la frase citada por Oppenheimer del Bhagavad-Gita: “Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.

Esta película, dirigida por Christopher Nolan y protagonizada por Cillian Murphy y Robert Downey Jr., es una versión cercana a la historia real de Robert Oppenheimer. Un científico brillante, con gran carisma y liderazgo en su propia comunidad, no exento de sentimientos negativos, como el hedonismo, los deseos de venganza (quiso envenenar a su profesor de laboratorio) o la búsqueda de aventuras amorosas fuera del matrimonio (el relato fílmico le da más protagonismo visual y emocional a una amante muy cercana a él que a la propia esposa). En paralelo, se cuenta la historia de Lewis Strauss, un político que buscó derribar la imagen de Oppenheimer luego del éxito en la fabricación de la bomba atómica, debido a sus diferencia de opinión en cuanto a la bomba de hidrógeno y una humillación en una sesión del Parlamento. Ambos relatos parecen distanciarse en el tiempo, poniendo la historia de Oppenheimer en colores y la de Lewis Strauss en blanco y negro, considerando la primera como un relato contado dentro de la segunda. Sin embargo, conforme va avanzando la cinta, la narración coincide, por lo que se concluye que las historias son contadas desde el punto de vista y percepción de ambos personajes. El narrar en colores evidencia la presentación de los distintos matices que constituyen la compleja realidad de Oppenheimer, la cual se profundiza más cuando tiene visiones sobre las consecuencias futuras de sus actos y las sinestesias cuando enfrenta situaciones emocionales límite (el discurso luego del éxito del bombardeo, la noticia de la muerte de su amante y los momentos más feroces de su propia audiencia). En cambio, Strauss ve las cosas en blanco y negro. Un mundo sin matices, donde solo existen objetivos, estrategias y obstáculos. Ello se ve corroborado cuando el político reafirma que el objeto de su encono ponía a los científicos en su contra, basándose en el rostro desencajado de Einstein al mirarlo, cuando en realidad este se encontraba pensando en algo mucho más importante.

La conversación ficticia entre Einstein y Oppenheimer es una lectura que ambos científicos dan al futuro. Einstein predice el maltrato que recibiría su colega y su posterior desagravio, en la que sus opositores serían los que se perdonen a ellos mismos. En cambio, Oppenheimer evocó una preocupante ecuación en la que la reacción nuclear podría quemar la atmósfera terrestre, la cual fue objeto de consulta al Nobel. Sin embargo, aunque la ecuación no presentaba un mayor riesgo en la física, sí que lo era en la tendencia destructiva del ser humano. Por ello, el científico alemán tendría la cara desencajada al cruzar miradas con Strauss.

Posiblemente, la mayor transgresión que se representa este relato no fue el descubrimiento de la bomba en sí, sino ponerla en manos de la humanidad. Las ideas pacifistas de Oppenheimer, luego de los acontecimientos de Hiroshima y Nagasaki, así como su confesión culposa frente a Truman representan la sanción mucho más que la propia audiencia y retiro de privilegios. El protagonista trataba de pagar una culpa. Por ello, se puso en manos de sus verdugos y soportó pacientemente su ejecución social. Fue promotor de lo que su propio país le pidió, así como de la sanción que él mismo recibiría como consecuencia del uso irracional del poder destructivo.

Esta visión de la destrucción es representada brillantemente por Cillian Murphy.

¿Coincidencias? Sí que las hay

La integración social de dos películas tan disímiles tiene una explicación sencilla: ambas responden ante la responsabilidad del ser humano para consigo mismo. Sin embargo, mientras que una recurre a una narrativa simple y con fundamentos nominales y generalistas, la otra explica las consecuencias de acciones como estas. En Barbie se utiliza veinte veces la palabra “patriarcado”. Sin embargo, nunca se termina de reflejar un relato claro de lo que esto significa (¿infantilismo?, ¿impulsividad?, ¿privilegios?. ¿No ocurre lo mismo, de forma inversa (pero bellamente representado), en Barbieland?). En tal sentido, puede haber dos consecuencias: o se asume un sentido más o menos generalista (en el que el nombre representa lo que convenga), o el sentido mismo del término termina por desmontarse a sí mismo, gracias a este recurso empleado por el pop art. El consumismo nos demuestra que para la mayoría no importa tanto. En Oppenheimer se deja en claro que lo que se haga para cualquier tipo de causa o propósito siempre se desvirtuará y descompondrá en los intereses de quienes ven las cosas en blanco y negro. No importa si es la bomba atómica, la inteligencia artificial o los constructos sociales. La mirada de Cillian Murphy en la piel de su personaje es la de todos los que viven con un silencio estruendoso al mirar a quienes movilizan la sociedad con los oídos tapados.

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