El arte de preocuparse: un ensayo tragicómico sobre la vocación artística
“Todo arte es inútil,” declaró Oscar Wilde con esa mezcla irresistible de cinismo y encantadora arrogancia. Una frase que, seguramente, habría hecho a nuestro ficticio amigo Carlos Gutiérrez, contador por vocación y preocupado crónico por su prima Mariana, aspirante a escultora, murmurar: “Te lo dije”. Carlos no entiende el arte. Carlos entiende las tablas de Excel, el precio del pollo y que invertir en criptomonedas “podría ser riesgoso, pero igual lo voy a intentar”. Para Carlos, el arte es un pasatiempo caprichoso que ocurre entre facturas impagas y bocadillos sin valor nutricional.
Pero, ¿por qué Carlos está tan preocupado? Porque Mariana quiere ser artista. Y porque, para Carlos, decir “quiero ser artista” es equivalente a anunciar que se va a iniciar un negocio de macramé en la luna. Peor aún, para él, Mariana ha traicionado la noble ética del sacrificio económico en pos de una carrera que ni siquiera puede garantizarle aguinaldo.
El síndrome del “¿y de qué vas a vivir?”
La preocupación de Carlos no es nueva. Desde que el primer cavernícola dibujó un bisonte en la pared y otro le preguntó si eso le iba a dar de comer, el arte ha sido objeto de sospecha. En el siglo XXI, esta sospecha se ha institucionalizado, alimentada por la cultura del rendimiento, la productividad y el miedo a los recibos impagos. Es un miedo muy humano: preferimos una seguridad tangible a la incertidumbre de crear algo que pueda o no importar dentro de 100 años.
Carlos, por ejemplo, trabaja 60 horas a la semana porque “el sacrificio paga” (a veces, literalmente). Su vida es una oda a la estabilidad: mismos pantalones, mismo corte de cabello, misma playlist de rock de los 90 para el gimnasio. Cuando Mariana le dice que quiere abrir una exposición, su respuesta es una mezcla de genuina preocupación y ese tono de superioridad que solo alguien con seguro dental puede adoptar: “Pero, ¿y de qué vas a vivir?”
Lo irónico es que Carlos, por mucho que critique a Mariana, no podría vivir sin el arte. Piensa que está por encima de esas cosas, pero en el fondo se aferra a las películas de Tarantino, a su póster de El Padrino y a los memes de gatos que comparte sin parar. Porque el arte es así de rebelde: se cuela incluso en los rincones donde no lo quieren.
Rosa y el mito del arte como condena
Carlos no está solo. Está también Rosa, su tía, que todavía llora cuando recuerda que Mariana dejó la facultad de Derecho para “ensuciarse las manos con arcilla”. Rosa tiene una visión de la vida muy clara: se estudia, se trabaja, se asciende y, si queda tiempo, se gasta un poco en distracciones como ir al cine o comprar un cuadro genérico en IKEA.
Para Rosa, el arte es el pasatiempo de los ricos o la condena de los pobres. Sus frases favoritas incluyen: “El arte no llena la olla” y “¿Y si mejor estudias diseño gráfico? Al menos tiene salida”. Cuando Mariana intenta explicarle que las esculturas no se hacen pensando en su precio por kilo, Rosa responde con una sonrisa piadosa, como si estuviera hablando con una niña que aún cree en unicornios.
Pero Rosa, como todos, también es contradictoria. Ella ama las novelas románticas (aunque jamás lo admitiría) y llora viendo Coco. Porque mientras dice que “el arte no sirve para nada”, tiene un retrato de su boda en la sala que contempla como si fuera una ventana a otro tiempo. El arte está ahí, diciéndole que la vida tiene significado, aunque ella no sepa cómo explicarlo.
Arte y hambre: la realidad detrás de la bohemia
El arte y la pobreza siempre han ido de la mano en la narrativa popular. Desde Van Gogh vendiendo cuadros por monedas hasta músicos tocando en el metro, el imaginario colectivo asocia al artista con la necesidad, como si el sufrimiento fuera un requisito para la creatividad. Carlos y Rosa no temen al arte per se, sino al hambre que creen que lo acompaña.
Lo curioso es que, en la práctica, el hambre también acompaña a los economistas, a los freelancers, y a muchos otros que no tienen garantizado el éxito financiero. Pero nadie cuestiona a quien abre un restaurante o monta un negocio de ropa, aunque estadísticamente tenga más probabilidades de fracasar que Mariana con su exposición. La diferencia es que los primeros generan bienes “visibles”, mientras que el arte se percibe como intangible e impredecible.
Mariana, por supuesto, lo sabe. Pero en lugar de temerle al hambre, le teme a una vida vacía de significado. ¿De qué sirve un plato lleno si no hay nada que celebrar?
El arte como disciplina universal
El arte tiene algo peculiar: permea incluso los espacios donde parece estar ausente. Carlos, quien desprecia las “pretensiones artísticas”, gasta horas diseñando hojas de cálculo que sean estéticamente agradables. Rosa, que desprecia las esculturas de Mariana, paga por decoraciones navideñas que embellecen su sala. En ese sentido, Mariana no está luchando contra Carlos y Rosa: está luchando contra su propia necesidad de explicarles algo que ya sienten pero no saben nombrar.
El arte no solo está en galerías o en películas independientes. Está en los videojuegos que Carlos juega para desconectarse después del trabajo, en los tutoriales de maquillaje que Rosa ve en YouTube y en las canciones de reguetón que ambos critican pero secretamente disfrutan. Es omnipresente, y su supuesta inutilidad es su mayor fuerza: el arte no necesita justificarse para existir.
Citas cultas y su aterrizaje en la vida real
Si Mariana citara a Proust diciendo que “el único viaje verdadero es el de ver el mundo a través de otros ojos,” Carlos la miraría con la misma expresión que pone cuando intenta entender cómo funcionan los NFTs. Pero si le mostrara una serie de Netflix que explore ese mismo concepto, Carlos la devoraría en dos noches. Porque el arte no se comunica mejor con quienes lo entienden, sino con quienes lo sienten, incluso sin saberlo.
El verdadero impacto de las esculturas de Mariana no está en las galerías, sino en las personas que pasan frente a ellas, como Sofía, una adolescente que siente que esas formas le dicen algo que ni siquiera sabía que quería escuchar.
Conclusión: El arte como redención silenciosa
El problema no es que el arte sea inútil. Es que el arte descoloca. Mientras Carlos y Rosa se preocupan por la falta de certezas, Mariana las enfrenta con arcilla en las manos. Y mientras ellos intentan definir su valor en términos económicos, Mariana lo redefine en términos humanos.
Al final, el arte no nos da respuestas, pero nos da algo más valioso: preguntas. Nos obliga a detenernos, a mirar, a sentir. Y en un mundo obsesionado con el “¿qué gano yo?”, el arte tiene la osadía de recordarnos que la vida no se mide en ganancias, sino en significado.